María Guadalupe Pérez Rodríguez
Diego y David son los hijos mayores de María Guadalupe, una madre trabajadora que los crió sola y para quien ellos representaban su mayor felicidad. Diego, el mayor, nació en 1986 y comenzó una familia joven; siempre deseó progresar y cuidar a su hija, a quien soñaba brindarle lo mejor. Trabajó en el IMSS y tenía planes de estudiar Medicina, pero esos sueños quedaron inconclusos. David, el menor, nació en 1991; viajó a Estados Unidos para mejorar su vida, pero regresó a México con la intención de poner un negocio de barbería junto a su hermano. Era alegre y amante del baile y el ejercicio. Ambos compartían un espíritu bromista y muy unido, se apoyaban mutuamente y llenaban de alegría el hogar.
Diego es el mayor de mis hijos, tiene 31 años; David, de 26 años, es el menor. Son hermanos de José Francisco y Sarah. Diego nació el 8 de junio de 1986 y David el 8 de diciembre de 1991.
Diego Alonso le debe su nombre a un médico de Monterrey que lo atendió por un problema que tenía en los pies; David Basilio se llama así por el famoso rey y por un amigo muy cercano de la familia que nos ayudó siempre que lo necesitamos.
Diego nació cuando yo tenía 27 años. Después de que llegaron José Francisco y Sarah, decidí operarme… pero poco después salió David, aunque se suponía que ya no podía tener hijos. Pensé que si Dios había decidido mandarlo de todos modos, lo teníamos que recibir con el mismo gusto que a los demás.
Todos ellos han sido mi mayor felicidad. Cuando me enteré que estaba embarazada, estaba bien gustosa, porque mi anhelo era tener un hijo, que fuera mío para poder cuidarlo y educarlo. Yo fui la mayor de ocho hermanos y no tuvimos papá. Desde aquel entonces quería tener un hijo para mi solita, para darle todo el amor que pueda haber.
Mis hijos eran toda mi vida …
Ellos estudiaban y tenían buenas calificaciones. Yo trabaja todo el día para poder mantenerlos, porque no tuve una pareja y necesitábamos salir adelante. Cada que llegaba a la casa platicábamos cómo iban en la escuela, hacían travesuras y después la tarea, preparábamos la cena y luego la ropa para el día siguiente.
Diego Alonso entró a la universidad a estudiar mecatrónica, pero de pronto salió con que se iba a casar y ya no pudo seguir en la escuela. Trabajó en algunas compañías de Sabinas, hasta que decidió entrar a trabajar al IMSS como yo; le interesó seguir esa misma línea. “Tengo que trabajar para mantener a mi familia”, me dijo muy convencido.
Tenía todas las ganas de salir adelante. Se tomó un año de descanso, y al siguiente me pidió apoyo para retomar sus estudios. Yo no dudé en ayudarlo, pues mientras se tratara del estudio ellos siempre contarían conmigo. En el IMSS era intendente. Ahí se relacionaba con muchos doctores y al ver de cerca lo que hacían, comenzó a llamarle la atención. Pidió su traslado a la unidad de Piedras Negras, pues aquí se encuentra la escuela. Hizo la solicitud para entrar a la carrera de Medicina una, dos veces, y no fue sino hasta la tercera que lo aceptaron… Le hablaron de la escuela para notificarlo, pero nunca contestó.
Diego y su esposa se casaron muy jóvenes: él tenía 17 años y ella 16. Primero vivieron en Sabinas, con sus suegros, pero cuando se regresaron a Piedras Negras se quedaron en mi casa. Cuando se enteró que sería papá, estaba muy contento: “¡Ya vas a ser abuelita, mamá!”. Le decía que ahora sí iba a tener que aplicarse de verdad, porque tener hijos implicaba muchas responsabilidades. Él lo sabía, y estaba muy entusiasmado, esperando a que le dieran su cambio a la unidad de Piedras Negras para seguir trabajando e ir a la escuela.
Yo cuidaba a la niña mientras sus papás iban a la escuela y a trabajar. Diego me decía que tenía muchas ganas de ver crecer a su hija:, darle los mejores estudio para que saliera adelante; también anhelaba hacerle su fiesta de 15 años. Uno siempre es así con lo hijos, quiere lo mejor para ellos sin importar lo que cueste. A él le preocupaba no poder cumplir lo que quería para su hija. Todo lo que hacía, cada decisión que tomaba, le gustaba pedir mi opinión. Si compraba un carro, un mueble: “¿Cómo ves, jefa?”, yo le contestaba que hiciera todo porque a su hija no le faltara nada. Él se desvivía por la niña. La llevaba al kínder, la recogía, estaba al pendiente de lo que necesitaba.
Le gustaba mucho la música; todo lo hacía al ritmo de lo que estuviera escuchando: trabajar, manejar, bailar. No tenía preferencia por algún tipo en general: ponía las antigüitas –de ésas decía que eran “las rolas de mi jefa”–; sus grupos favoritos eran Liberación y Los Ángeles Azules; tampoco le hacía el feo al rap en inglés: con ése hasta se ponía a bailar con su hija. Yo le decía que estaba loco por andar enseñándole esa música a la niña.
Era muy divertido, casi nunca lo veía agüitado. Hacía reuniones con sus amigos y sus hermanos, preparaban carnes asadas y platicaban. Se llevaba muy bien con todos: a Paquito le decía “Gruñón”, porque de los cuatro es el más enojón, el más serio; Anita es la mediadora, la quiere andar metiendo paz cuando hay discusiones. Tenía planeado comprar la casa que rentaban, para hacerle modificaciones y dejársela a su familia. Incluso ya había llegado a un arreglo con el dueño: le daría una parte a fin de año y el resto se lo pagaría poco a poco… sin embargo, todo eso se detuvo.
David es el último, el menor de mis hijos. Al saber que estaba embarazada de nuevo, le reclamé al doctor: “¡¿Me operó o no me operó?! Ya estoy embarazada de nuevo, y sé que no hay marcha atrás, pero quiero que me explique lo que pasó”. El doctor me explicó que, en ocasiones, algunos óvulos quedan “volando”… y en uno de esos cayó David. Me dio muchísimo gusto estar embarazada de nuevo.
Él sólo estudió hasta la secundaria; no siguió a la prepa porque traía la idea de irse a Estados Unidos, hacer su dinero y regresar aquí. A los 19 años se fue para allá, trabajó un tiempo y le fue muy bien, tanto que ya no se quería regresar. También fue una ventaja que todas mis hermanas viven en Estados Unidos, y estuvieron dispuestas a recibirlo y apoyarlo.
Conoció a una muchacha por allá: se casaron a los 20 años, tuvieron una niña, pero después las cosas dejaron de funcionar y tuvieron que separarse. Pienso que influyó mucho la mentalidad de los dos: allá la vida es más acelerada, y la muchacha tenía su ritmo; mi hijo, por su parte, traía las costumbres de aquí. El punto es que no se llevaron muy bien y decidieron separarse. La razón por la cual David se regresó fue porque la muchacha ya no le dejaba ver a la niña. Eso lo hacía sufrir mucho…
Tenía planeado irse a la Ciudad de México para seguir trabajando y enviarle dinero a su hija. Llegó aquí en agosto de 2014; luego se fue a Sabinas, donde puso una peluquería. Allí estuvo trabajando unos meses y después se regresó a Piedras Negras, pues su plan era abrir una barbería en sociedad con Diego. La idea de poner su propio local nació porque David era muy bueno: trabajaba en otro negocio, y los clientes hacían fila esperando a que los atendiera.
De pequeño le gustaban los caballos; más grande, hacer ejercicio se volvió su adicción, tanto así que un tiempo trajo la idea de ser entrenador personal. Yo le pedía que descansara, porque me preocupaba que se fuera a lastimar, pero me contestaba: “No, jefa, es que tengo que marcar los cuadritos. Si un día se te descompone la lavadora, aquí puedes lavar”, y me presumía el abdomen. Tenía ganas de salir adelante, de tener más, saber más, que su vida mejorara.
Su comida favorita eran los tacos de asado y de arrachera, el menudo, el pozole; mi hijo era muy carnívoro. La música que más escuchaba era la de bandas, las rancheras, las zapateadas. ¡Cómo disfrutaba el baile! Ponía canción y me sacaba a bailar: “¡Órale, para que sacuda la polilla!”, me decía. Era muy alegre, aunque sí tenía su carácter.
Sí se fue a la capital durante un tiempo. Por allá se consiguió una novia, pero la muchacha ya tenía familia. Se regresaron juntos acá, a Piedras Negras, donde vivieron sus últimos días juntos. David quería mucho a la hija de su pareja; la niña le sacaba el instinto paternal. Cuando la regañaban, él la defendía: “Es que está chiquita”. Desbordaba todo su amor de padre, y la niña le decía papá.
Los dos eran bárbaros, alegres, bromistas… se andaban haciendo bromas todo el tiempo. Contaban chascarrillos y le sacaban la garra a Paco, porque aquél era bien enojón. Con ellos dos todo el tiempo era alegría, risas, bromas. Son tantas cosas las que se me vienen a la mente…
Diego Alonso y David Basilio Díaz Pérez fueron desaparecidos el 8 de diciembre de 2014 en Piedras Negras, Coahuila, víctimas de sujetos desconocidos.